Ocurre a menudo que nos requieren para dar testimonio de un hecho cualquiera. La
importancia del mismo exige precisión en las respuestas. Grabado profundamente en la
memoria, al herir la sensibilidad el acontecimiento creó un estado afectivo. Dolor y lástima
ponen su sello a la evocación, y cuanto más inusitado fue el acontecimiento, con mayor
abundancia acuden las imágenes a la mente. Sin embargo, todo aconteció hace mucho tiempo;
nuevas sensaciones, innumeras alegrías suplantaron al estado de depresión. En el momento
de la evocación se presentaron claros todos los factores accesorios: sabemos día, hora, lugar,
y muchas veces nos sorprendemos de recordar esos detalles. ¿Les prestamos atención en
aquel momento? Indudablemente no; carecían de importancia. Si fue un accidente
procuramos entonces socorrer a los heridos y nada más. Pero ahora los precisamos y en ellos
hace hincapié el oficial de justicia. Describimos situando el acontecimiento dentro de un
marco de espacio y tiempo: lugar y época.
Quitemos a la evocación estas características. ¿Cuándo fue...? ¿Dónde...? ¿Nos ocurrió a
nosotros, nos relataron o leímos el suceso? Toda la gama de las imprecisiones nos asalta.
Sabemos algo y no sabemos cómo. Evocamos fantasmas, pues la realidad aparece divorciada
del acontecimiento. Pero en el momento que agregamos el complemento de época y lugar
todo cambia: vivimos nuevamente el acontecimiento, sentimos su peso. Virgilio escribió: No
hay mayor dolor que recordar el tiempo feliz en la miseria. La frase sintetiza todo el proceso
psicológico. Los estados de ánimo pasados vuelven y contrastan con la realidad presente:
fuimos felices y somos desdichados. El antagonismo destaca los relieves de ambas
situaciones y la diferencia se vuelve manifiesta. En el contraste reside, pues, la localización
del recuerdo; sin este factor quedará perdido, brumoso, como un relato oído sin saber dónde.
Si la similitud de acontecimientos es acicate para la evocación, el contraste —cuanto mayor,
mejor actúa— precisa el momento y el lugar