La suerte del cerebro es sufrir continuas modificaciones. Tales cambios pueden recordarse en
ciertas circunstancias; las ideas, las imágenes, las sensaciones, las emociones, que en un
momento dado de la vida se han fijado en la memoria, pueden reaparecer
Sin embargo, es preciso distinguir dos clases de reproducciones: el recordar y el recordarse.
He observado la estatua de la Libertad en el puerto de Nueva York por primera vez, hace
diez años; me detuve buen rato, analicé cada uno de sus detalles escultóricos, busqué la
explicación de sus alegorías, seguí con mis propias manos el contorno de algunos de los
relieves; la imagen motora se conservó en mis centros nerviosos. Si paso hoy frente a la
estatua de la Libertad, se formará en mi cerebro una imagen visual-motora, más o menos
nueva, pues en realidad sólo la vi al pasar —y la cantidad de los elementos que la
compongan serán antiguas imágenes elementales resucitadas—. Esas imágenes son
actualizadas por los mismos estímulos que hace diez años las produjeron. De hecho, no soy
yo el que recuerda, es el monumento mismo, o mejor su presencia, lo que despierta las
modificaciones otrora sufridas por un grupo de mis células cerebrales.
Cuando me detuve por primera vez ante el monumento casi todos mis sentidos aportaron
excitaciones; comparé la figura con las de otros monumentos, recordé lo aprendido acerca de
las circunstancias en que se erigió la estatua. Ahora, sin detenerme en un prolijo examen, el
conjunto de los conceptos elaborados aparece claro y neto. Nada falta, instantáneamente la
presencia del monumento, el estímulo directo, actualizó viejos recuerdos.
Pero estos recuerdos pueden
también aparecer por estímulo indirecto; puedo yo
mismo
recordar. Bastará para ello un lugar, una palabra, una fecha, algo que tenga relación con el
monumento. Así, la palabra Libertad leída en un periódico, evoca en mí siempre la misma
imagen visual, bastante confusa en sus contornos, pero relativamente clara en el centro. En
esa parte mejor precisada veo
la antorcha de la
estatua, a la izquierda una masa de
rascacielos, a la derecha navíos anclados, en el centro un
enorme basamento blanco. En
medio de todo el conjunto, augusta e imponente, la figura de la Libertad. Mi imagen visual
está completamente deformada, sé muy bien que desde el sitio en que me considero colocado
no vería realmente lo que imagino. Pero lo importante para mí es mostrar cómo la palabra
Libertad
impresa me recuerda siempre la estatua
del puerto de Nueva York. Esto ocurre
porque la imagen visual, y muy particular del monumento, entra en la imagen panorámica,
que no fue sorprendida por los ojos, sino forjada por la imaginación gracias a un acopio de
imágenes elementales, de colores y formas. Siempre esta composición se me aparece en sus
rasgos esenciales, está ligada, indisolublemente, sin que sepamos cómo ni por qué a la
palabra Libertad. Existe en mí una relación entre el significado de esa palabra y una
representación visual de una parte de Nueva York.
De este modo, mi memoria se comporta, pues, como una carga potencial, como la fuerza de
un explosivo, latente hasta el momento del choque o la ignición. Es absolutamente imposible
recordar una serie o conjunto de representaciones mentales, si uno de sus elementos no
resulta actualizado por una excitación exterior; después, la mayor o menor fidelidad de la
reproducción dependerá pura y exclusivamente de la solidez de los lazos que unan las
imágenes entre sí, de la atención que acostumbramos a prestar a las cosas, de la mayor o
menor ejercitación de nuestra memoria.